Vigilia

Mientras caminaba hacia el metro hoy por la mañana, pensaba que era un día extraño. El aire diáfano y cristalino y el sonido las hojas de los plátanos orientales, me recordaban que llovería. Estaba intranquila.
Desde muy temprano, al prender el televisor, las noticias sólo hablaban de la precaria salud del Papa. Mostraban imágenes de su visita a Chile, justo hace 18 años. Mostraban a un hombre robusto, alegre, de personalidad fuerte, tan distinto a las últimas imágenes. Y recordé esos días de abril de 1987. Días de un sol radiante, poco usual para el mes de abril. Días en que se vivía un ambiente especial. Alegre. Fervoroso. Era feriado, y todo giraba en torno a la visita del Papa.
Verlo pasar, la expectativa que generaba, la gente en las calles con banderas amarillas y blancas, me temblaban las piernas de la emoción. ¡Lo vi! ¡Lo vi! Eran los gritos que se escuchaban por todos lados. Fue sólo un segundo, una aparición tan breve después de la larga espera, pero que a uno lo dejaba con el corazón agitado, como haber sido tocado por algo.
Como el Papa se alojaba en la nunciatura, cerca de mi casa, con una amiga esperábamos que pasara para verlo. Sabíamos las horas en las que salía e íbamos a saludarlo desde las barerras papales instaladas en la calle. Queríamos verlo cada vez que pudiéramos y aprovechar una oportunidad que sabíamos no se repetiría. Aunque fuera un segundo. Esos son mis recuerdos de aquellos días.
Hoy tal vez ya nos estemos preparando para recibir a un nuevo Santo Padre. Y, en cierto modo, me resisto un poco a eso. Me va a costar ver la imagen de otro hombre vestido de blanco en el balcón del Vaticano. El, que ha rezado tanto por nosotros. Este es mi minuto de rezar por él y darle las gracias por todo lo que nos ha entregado. Por esa paz que irradiaba. Por su fuerza. Por su bondad.

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