No vote por mi
La campaña electoral me pone de malas. Odio la franja electoral, odio los carteles en las calles y, por sobre todo, odio los llamados telefónicos y esas grabaciones diciendo “Hola, soy fulanito de tal y quiero contarte cuál es el Chile que yo quiero”. Horroroso.
Mi mamá ya no contesta el teléfono. Los candidatos la tienen de “casera”. La llaman todo el día haciendo campaña. Diputados, senadores y presidenciables de todos los partidos y colores. Así es que ahora ella ya no contesta. Primero ve la pantallita (caller ID como dirían los gringos), y si el número no es familiar, lo deja sonar y sonar.
¿Eso es hacer campaña? ¿Cansar a la gente hasta que no contesten el teléfono? ¿Que no abran más la puerta? ¿Que no salgan a la calle con tal de no morir en un choque, porque un cartel gigantesco tapa la visión en alguna esquina?
Y, como si fuera poco, a las 20.30 horas tenemos que aguantar media hora de franja televisiva que los canales ceden gentilmente, para escuchar barbaridades, ver a radicales bailando, candidatos saludando gente con cara de lata, niñas en bikini y un viejo gritando “¡trabajo! ¡trabajo!” (claramente el sucesor de la popular Rosa de Aric).
Pero eso no es todo, no. Los programas políticos inundan la segunda franja horaria. Y ver a periodistas tratando de lucirse, de dárselas de inteligentes y “agudos”, retando a los candidatos como si fueran alumnos de kinder, es algo que odio más que la campaña misma.
Nadie puede aguantar un mes así. Nadie. Cuando propusieron reducir el periodo presidencial a cuatro años, mi mayor preocupación fue que tendríamos menos tiempo para recuperarnos de las malditas campañas, y para gozar de calles limpias y sin caras sonriendo “espontáneamente”. Esta invasión me recuerda la lata de tener que ir a votar y el hecho de que es una obligación que yo misma me impuse al inscribirme de forma voluntaria. Hoy, que no estoy precisamente de buen humor, era el momento para hacer este descargo. Lo necesitaba.
Mi mamá ya no contesta el teléfono. Los candidatos la tienen de “casera”. La llaman todo el día haciendo campaña. Diputados, senadores y presidenciables de todos los partidos y colores. Así es que ahora ella ya no contesta. Primero ve la pantallita (caller ID como dirían los gringos), y si el número no es familiar, lo deja sonar y sonar.
¿Eso es hacer campaña? ¿Cansar a la gente hasta que no contesten el teléfono? ¿Que no abran más la puerta? ¿Que no salgan a la calle con tal de no morir en un choque, porque un cartel gigantesco tapa la visión en alguna esquina?
Y, como si fuera poco, a las 20.30 horas tenemos que aguantar media hora de franja televisiva que los canales ceden gentilmente, para escuchar barbaridades, ver a radicales bailando, candidatos saludando gente con cara de lata, niñas en bikini y un viejo gritando “¡trabajo! ¡trabajo!” (claramente el sucesor de la popular Rosa de Aric).
Pero eso no es todo, no. Los programas políticos inundan la segunda franja horaria. Y ver a periodistas tratando de lucirse, de dárselas de inteligentes y “agudos”, retando a los candidatos como si fueran alumnos de kinder, es algo que odio más que la campaña misma.
Nadie puede aguantar un mes así. Nadie. Cuando propusieron reducir el periodo presidencial a cuatro años, mi mayor preocupación fue que tendríamos menos tiempo para recuperarnos de las malditas campañas, y para gozar de calles limpias y sin caras sonriendo “espontáneamente”. Esta invasión me recuerda la lata de tener que ir a votar y el hecho de que es una obligación que yo misma me impuse al inscribirme de forma voluntaria. Hoy, que no estoy precisamente de buen humor, era el momento para hacer este descargo. Lo necesitaba.
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